El miedo de la cultura

La característica más significativa de nuestra experiencia educativa ha sido la confianza en la naturaleza del ser humano.

Lo explicamos: la educación convencional, pública o privada, se somete a pies juntillas al currículo establecido por el Estado, quien dicta al detalle lo que el estudiante, presuntamente, ha de saber en cada momento. Todos los estudiantes deben ser capaces o deben saber esto o lo otro en cierto momento.

Sin embargo, desde hace algún tiempo, se han desarrollado currículos competenciales en los que lo que se valora no es tanto la información como la competencia. De esta manera, la educación resulta menos memorística, se incide más en el hacer, se integra más el cuerpo,…

Sin embargo, en ambos casos, el contenido de lo que se ha de aprender en esa institución está predeterminado por los expertos y administradores. En ningún caso se cuenta con el estudiante. No tiene posibilidad de participar o, si acaso de manera excepcional, solo en aspectos muy menores de su proceso de aprendizaje.

Nuestra decisión fue radical; en el sentido de ir a la raíz. Estábamos convencidos de que la mejor manera de que niños y jóvenes se sintieran involucrados en su proceso de aprendizaje era escuchar qué piensan al respecto. Así lo hicimos. Estábamos alineados con la idea de escuchar y atender las necesidades de los niños.

Uno de los motivos por los que no se tiene en cuenta la opinión del individuo en su proceso de aprendizaje es que la institucion escolar es un instrumento fundamental del proceso de enculturación del individuo. Efectivamente, la sociedad requiere de sus miembros más recién llegados que integren los patrones de conducta que la definen. Este proceso se integra de tal manera en el inconsciente del individuo que en palabras del sociólogo Ralph Linton: “Pertenecer a una sociedad significa hasta cierto punto el sacrificio de la libertad personal (…) las llamadas sociedades libres no son en realidad sino aquellas sociedades que estimulan a sus miembros a expresar su individualidad en cosas de poca importancia (…) pero al mismo tiempo obligan a sus miembros a vivir entre las innumerables reglas y prescripciones haciéndolo tan sutil y cabalmente que apenas se nota (…) si una sociedad ha logrado modelar al individuo en forma adecuada se somete a muchas de las restricciones a que ésta le impone con la misma inconsciencia que ejecuta los movimientos para andar”. 

Los seres humanos somos seres sociales y, por tanto, seres culturales. Esto es, necesitamos vivir inmersos en una cultura. Otra cuestión diferente es qué tipo de cultura necesitamos y cuáles pueden ser las fronteras óptimas en las que se encuentran la cultura y la expresión personal.

Las culturas orientales promueven en mayor medida los intereses colectivos que los individuales y sus sistemas escolares están diseñados a tal fin, de modo que la expresión de la singularidad personal está, desde este punto de vista, extremadamente limitada. Son culturas basadas en la obediencia. Kageki Akasura, fundador de Shure University en Tokio, explicaba en un Congreso Internacional de Educación Democrática con vehemencia e indignación cómo a un grupo de estudiantes surcoreanos que viajaban en un crucero, se les dio la orden de esperar en sus camarotes, tras sufrir la embarcación un accidente. Todos murieron sin salir. Asakura relacionaba las elevadas las tasas de suicidio entre los jóvenes con el sistema social y educativo tan represor. Ello le impulsó a crear un lugar en el que los jóvenes pudieran liberarse de tanta presión.

En las culturas más cercanas la expresión personal está más tolerada. La familia, la primera y más decisiva institucion social, tiene un influjo tal en la conformación de la personalidad que difícilmente podría exagerarse. Hasta hace poco la obediencia a través de la violencia física hacia los niños, no solo era tolerada, sino -incluso- alentada. Esta percepción ha cambiado. Enfoques como el nacimiento sin violencia o la crianza con apego están transformando la manera en que las familias crían a sus bebés. Cada vez más se les ve no como sujetos insensibles, sino como seres en proceso de maduración que requieren, para su mejor salud, la satisfacción de sus necesidades fundamentales.

Aún así, en toda familia -en unas más, en otras menos- hay aspectos inconscientes que pueden limitar el desenvolvimiento equilibrado del hijo en su seno. Desde este punto de vista, las relaciones familiares pueden resultar un factor inhibidor del desarrollo sano. De ahí la importancia de observarnos atenta y honesta: conscientemente; lo que es más eficaz en pareja que a solas y, con frecuencia, con apoyo externo. Es interesante hacer notar que, dadas las circunstancias apropiadas, cuando hemos abordado un trabajo profundo con las madres y padres orientado a  desvelar aspectos familiares inconscientes que estaban ejerciendo un influjo invisible sobre los hijos, esta exploración ha mejorado ciertos aspectos de su vida emocional, transformado patrones dañinos de relación e, incluso, liberado capacidades cognitivas atenazadas hasta el momento. Pero introducirse en ese camino requiere valentía.

La necesidad de la cultura es perpetuarse; por eso, la esencia del éxito en el aprendizaje consiste en la recompensa o el castigo (y no necesariamente físicos). A través del juicio, ya sea del elogio o de la censura, el propósito es el mismo: amoldarte a los patrones culturales establecidos. No es casualidad que el sistema escolar, en cumplimiento de dicha misión, esté atravesado hasta sus más íntimos detalles por el juicio al otro. El contenido es la excusa; lo que importa es el aprendizaje de la conformidad y la escolarización es la herramienta ideal para ello.

Nuestra cultura es tóxica. La alimentación y la contaminación (también la química y la electromagnética de las que casi nunca se habla) en el ámbito fisiológico. En el emocional, intelectual  y social, no menos: una buena e intensa campaña publicitaria global, bien engrasada financieramente y coordinada adecuadamente a través de los miedos (sic) de comunicación de masas puede lograr que la inmensa mayoría de la ciudadanía adopte decisiones -voluntariamente- que minen su salud creyendo lo contrario. En el ámbito económico y político… para qué vamos a hablar. Nuestra sociedad, que es la expresión concreta de la cultura, está muy sesgada por grandes intereses comerciales, dado que es el poder corporativo económico el que predomina, incluso sobre el aparente poder político.

En ese sentido la democracia y la escuela son fractales: el ciudadano, al igual que el estudiante, no es escuchado. Y, cuando lo es, lo es en cuestiones muy menores. 

La educación es la más poderosa palanca de desarrollo personal y  social. Pero también es la más poderosa herramienta de sometimiento y conformidad. Y a día de hoy, lamentablemente, su diseño institucional está dirigido más a la sumisión obediente que a la transformación social y el desarrollo personal. Reinventar el marco de relaciones de la institución escolar puede ser un buen intento de reinventar la cultura en la que vivimos inmersos; si bien es un Titanic cuya inercia requiere un cambio de rumbo a un ritmo tan lento que, para entonces, los hijos ya habrán crecido. Ese es el motivo por el que decidimos probar crear otro sistema: no escolar, sino educativo. Pretender transformar la cultura no nos convierte en antisistema, un calificativo que suscita en nuestro inconsciente el caos, violencia y desorden. Más bien nos convierte en otrosistema, es decir, personas conscientes que osan probar otras estructuras educativas más allá de las fronteras para experimentar qué sucede.

¿Y si las instituciones educativas fueran un campo para escuchar las necesidades del estudiante en vez de un espacio de imposición cultural? ¿No sería más saludable que los miembros más jóvenes de la sociedad adoptaran los modos y maneras culturales por voluntad propia adaptándose según su singularidad y no siendo engañados, inducidos, forzados o manipulados por un sistema educativo que está diseñado para maximizar el condicionamiento?  Con todo nuestro respeto a maestros y profesoras y a su labor profesional, pues es el propio diseño institucional el que cumple funciones represoras, independientemente de la voluntad y la profesionalidad de las personas que lo integran. Los únicos límites deberían fijarse en los derechos humanos fundamentales. ¿Por qué los estudiantes viven una parte muy importante de su infancia y juventud en un contexto en el que algunos de los derechos fundamentales no existen: por ejemplo, de expresión, de circulación, de reunión? El sistema escolar es un fractal del sistema político.

Quizá la sociedad teme -no sabemos con base en qué motivos- que, en tal caso, se produciría una anarquía descontrolada, que los niños se asilvestrarían y así las imágenes míticas de violencia y egoísmo infantil y juvenil, la dictadura de los impulsos primarios, surgen inevitablemente en la imaginario colectivo.

Nuestra cultura tiene miedo: miedo a su disolución a manos del ejercicio de una libertad responsable por parte de sus miembros, miedo a que no aprendan, miedo a que piensen diferente, miedo a que no encajen en la sociedad, miedo a que se conviertan en indolentes, miedo a que no puedan ganarse la vida, miedo, miedo, miedo,…

La realidad -y lo podemos afirmar no por haberlo leído en libros o haber escuchado a gurúes, sino por propia y viva experiencia a lo largo de décadas de convivencia diaria con niños y jóvenes de todas las edades- es exactamente la contraria. Cuántas veces las visitas que observaban en silencio y sin interferir en el ambiente comentaban que la armonía y la práctica ausencia de conflictos y violencia eran sorprendentes. Algo que, especialmente manifiestan las personas que, tras la experiencia en ojo de agua, viven la de la secundaria cuyo marco de relaciones es socialmente violento, emocionalmente manipulador y académicamente opresor.

Y nos preguntamos, ¿qué modelo social le estamos presentando a la siguiente generación?  ¿No es este modelo igual que el que vivimos en el ámbito adulto? Un modelo social, perteneciente a una cultura tóxica que se perpetua a través de todas sus instituciones; también la escuela.

“Una civilización respetuosa, amorosa, solidaria y beneficiosa para todos debería ser niñocéntrica. es decir, organizada según las necesidades de los más pequeños (…) en todas las áreas deberíamos  estar al servicio de los niños y no al revés. ¿Hasta cuándo? Hasta que el niño se sienta confortable. Esa es toda la medida (…) sin que «darles lo que piden» coincida con lo que los niños nos reclaman genuinamente.” (Laura Gutman)

El miedo de la cultura al ejercicio de la libertad responsable de sus miembros más jóvenes se traduce en la imposición de una cultura del miedo.

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