Diálogo

Hasta hace poco el diálogo era considerado uno de los focos centrales de la convivencia. Hoy día, parece un tanto desprestigiado. Es mucho menos frecuente dar espacio, publicidad o legitimidad al conversar con el que es o piensa diferente.

El diálogo podría entenderse como una simple conversación en la que se yuxtaponen ideas unas sobre otras, aunque ése sería más bien un caso particular de diálogo, el de sordos, en el que no hay escucha ni atención y, por lo tanto, no hay contaminación con las ideas del otro, no hay dar y recibir, no hay intercambio y, en consecuencia, no hay cambio, que es el resultado final del proceso de aprender.

El diálogo más genuino consiste, según el diccionario de la academia de la lengua, en discutir, esto es, en examinar con atención y detalle, un aspecto de la realidad con la intención de -y aquí llega la palabra más importante- avenencia, esto es, de acuerdo.

¿Puede, o debe, haber dialogo en en interior de la familia? ¿O debe ser la familia una estructura social no dialogante? La respuesta a esta pregunta no es sencilla. Difícilmente se podría dialogar, en sentido estricto, con un hijo prelingüísitico. No puede haber conversación. Esta relación requiere del adulto una gran capacidad de empatía y cierto conocimiento -o quizá, también, intuición- para comprender el mensaje y, acto seguido, un honesto discernimiento, sobre si la demanda es adecuada a la situación, o no. Aquí la decisión corresponde plenamente al adulto, pues el bebé no tiene capacidad directa de intervenir sobre el entorno. El adulto cuenta con un poder omnímodo. Y su mayor responsabilidad es ser consciente de ese poder inmenso. 

Descendiendo a los detalles, habrá infinidad de situaciones en las que un papá o una mamá responderán de manera diferente ante la demanda de su hijo o su hija. Por ejemplo,  en un supermercado un niño de dos o tres años desea coger las cosas de los estantes. Habremos visto infinidad de berrinches porque el niño quiere algo y la madre se lo impide. Habrá quien le impida hacerlo sentándolo, por ejemplo, en el carro de la compra o, incluso, ofreciéndole una pantalla. Habrá también quien aproveche la ocasión para escuchar la necesidad genuina, ofrecer colaboración y permitirle coger algunos de los productos necesarios para la logística familiar. La primera opción supone desconexión de la experiencia; la segunda supone participación, pero también comunicación. Y en esa comunicación está incluido decir “no” en multitud de ocasiones. La segunda opción requiere, por tanto, mucha más dedicación, atención y consciencia de la situación. Interpretamos, para este ejemplo, que el interés genuino del niño es colaborar en la tarea cotidiana de acopiar productos domésticos y, por lo tanto, con nuestra lista, podemos ofrecerle la oportunidad de que coja algunos de los  productos que necesitamos, dado que su interés es puramente sensoriomotriz y colaborativo: quiere contribuir, sentirse valioso y competente. Démosle la oportunidad. Claro que igual cogerá productos que no corresponden a nuestra lista y a esos hemos de decirle que no los vamos a incorporar al carro explicando por qué, incluso haciendo del acto de devolverlos al sitio un acto colaborativo. El hijo no tiene capacidad para decidir qué sí y qué no se compra; es obvio. Por lo tanto, hay un nivel en el que colaboramos y otro en el que no, por el sencillo motivo de que no es funcional.

Así que, desde muy al principio, tenemos que discernir qué decisiones puede tomar un niño -y cuáles no- en un proceso que es esencialmente dinámico, dado que el cambio y la evolución es permanente. Esa adaptación dinámica ha de realizarse necesariamente a través del diálogo; bueno, necesariamente, sólo en caso de que se desee una convivencia más plácida, una relación más saludable y mayor madurez. Sin que ello signifique la eliminación total de conflictos, lo cierto que es esta actitud los reduce muy significativamente.

Así que el diálogo no sólo es posible en las relaciones familiares, sino muy deseable; ahora bien, con unas condiciones especificas y particulares ajustadas a la dinámica y asimétrica relación entre adultos y niños.

¿Y en sistemas de socialización más amplios? ¿Está presente el diálogo? ¿Debe estarlo? Pensemos en los centros docentes. ¿Se dialoga sobre qué se va a aprender o se impone? ¿Se dialoga sobre con quién voy a pasar el resto del curso o se impone? ¿Se dialoga sobre cómo organizar las clases o se impone? Y así sucesivamente. ¿Hay tiempo para dialogar sobre lo que sea o vamos tan saturados de programa que no da tiempo para nada más?

El diálogo debería ser, en nuestra opinión, el manantial del que beber todos los días para aprender a ser más humanos. La ausencia de diálogo nos deshumaniza. Cuando el diálogo es el ADN de la educación, estamos construyendo de verdad la democracia honesta, limpia y transparente del futuro próximo.

Cuando existe libertad responsable en niveles estructurales basada en el diálogo, el acoso y la violencia disminuyen drásticamente, los estudiantes se tornan mucho más colaborativos, el respeto por las reglas es sagrado porque son “nuestras reglas”, las sesiones didácticas -las clases- son apacibles y no hay ese mar de fondo que denota que los estudiantes están desconectados y desvinculados; las relaciones con los profesores son cercanas y no hay abismos. El adulto es una figura de autoridad, pero legitimada por los propios estudiantes que, a su vez, comparten diferentes grados de responsabilidad y autoridad con los adultos; de modo que el poder está distribuido según se ha acordado. Esa es nuestra experiencia en ojo de agua-ambiente educativo.

En su etapa sensoriomotriz, es difícil que un niño que haya gozado de suficiente autonomía acometa un desafío motriz que desborde totalmente sus capacidades. Lo habitual suele ser que se rete a desafíos en su zona de desarrollo proximal, esto es, un poco más de lo que ya domina, pero no mucho más. Parece que en su interior hubiera un mecanismo de calibración que le indica qué desafío acometer y cuáles aún no. En relación a la autoridad y la responsabilidad actúa de manera similar. El chico o la chica sabe hasta dónde puede comprometerse, hasta dónde puede llegar, hasta dónde puede cumplir. Y cuando detecta que ese límite puede ser traspasado, dice: no. Con tranquilidad, con seguridad, con decisión. Incluso cuando tiene enfrente a un adulto investido de autoridad. Ese es uno de los poderes que confiere el diálogo y su corolario: el respeto por uno mismo.

El sistema escolar está permeado por la violencia.

“Desde el momento en que el profesor decide unilateralmente se está ejerciendo violencia simbólica”. “El sistema de normas vigentes parece ver al estudiante como una persona que no puede pensar por sí misma, que necesita constantemente que le digan qué tiene que hacer, que es problemática y contestataria, que tiene que ser sumisa y aceptar órdenes. En definitiva, se trata de enseñar que hay jerarquías. Y luego nos sorprende cuando entre los estudiantes se ejerce la fuerza o la violencia simbólica. ¡Pero si es lo que les estamos enseñando!”. (1)

Necesitamos ingentes cantidades de diálogo humanizador para rescatar a las escuelas de la violencia. Escuchar de manera genuina la voz de los niños y tener en cuenta sus opiniones, sus perspectivas. Que descubran que los escuchamos y que su opinión cuenta y nos importa; más que la normativa, más que la burocracia. Antes de que lleguen a la adolescencia y ya hayan aprendido con certeza que de lo que se trata no tanto de aprender y crecer como persona como simplemente de pasar el examen.

La educación es muy distinta cuando el diálogo es el aire que se respira a cada instante.

Y a diferencia de lo que se suele creer, se aprende más y mejor, más rápido y más profundo, no se pierde el ímpetu por aprender. Y, sobre todo, se madura como ser humano.

(1) Acaso, M. (2019) Pedagogías invisibles.

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