Puertas cerradas

Los dos chicos y la chica, entre 9 y 11 años de edad, después de hablar con un acompañante, cogieron sus mochilas y salieron en dirección a la verja de entrada que estaba echada, pero no cerrada. Habían decidido almorzar en el bosque y querían hacerlo solos. Uno de los tres tiró de la verja hacia la derecha lo justo para abrirla y poder traspasarla. Salieron. La chica se giró y  echó la verja de nuevo, tras lo cual siguió a sus amigos y tomaron el sendero que rápidamente se internaba en una zona boscosa. Al poco, las tres coloridas mochilas que cargaban en sus espaldas desaparecieron -entre la densa masa forestal- de la vista del adulto que les observaba desde una ventana del primer piso de ojo de agua, que bullía de actividad en todas las estancias.

Ahora que el trío estaba fuera de su campo de visión, incluso de su campo auditivo, pues ya no se escuchaban siquiera sus bromas y risas, un pensamiento asaltó el diálogo interior del adulto: las tres mochilas que cargaban a sus espaldas estaban llenas de la confianza que había surgido a partir de los acuerdos que se produjeron en la asamblea y en las que exploraron si era viable o no que salieran solos y en qué condiciones.

El acompañante recordaba su propia infancia, su escuela, aquel día que se escapó con unos compañeros a través de la puerta de la carbonera -provisionalmente abierta- mientras descargaban el material para la calefacción. Esas imágenes crearon una ola de satisfacción que le recorrió todo el cuerpo. Imaginó la sensación que estaban sintiendo los tres, al abrir la verja, al salir y desaparecer. Pero lo que el trio sentía nada tenía que ver con lo que él imaginaba: la adrenalina fluyendo, la excitación de la escapada, la satisfacción del logro prohibido. Los tres, sin embargo, estaban viviendo una situación normal, común y corriente. Normal del todo, no. Es cierto que era un poco especial, pues por primera vez salían de ojo de agua durante el horario de la actividad y eso era también una aventura. Pero, sin duda, otro tipo de aventura; sin transgresión ni engaño.

Desde siempre pensamos que la puerta de ojo de agua nunca debería estar cerradas. Una de pocas ideas claras que tuvimos desde el inicio fue que las personas pudieran entrar y salir a voluntad. Las puertas cerradas con llave o candado tienen un significado. Quieren decir -y, de hecho, dicen- algo.

Paréntesis. Sé que lo que vamos a explicar a continuación depende en gran medida de las condiciones del lugar que atiende niños, niñas y jóvenes y que éstas son determinantes de la condiciones de seguridad que han de adoptarse. Un lugar al borde de una autopista o en el centro de una gran ciudad requerirán condiciones muy diferentes de aquellas que se encuentran en un entorno rural sin peligros activos. La ubicación, pues, “permitía” atender la demanda de los chicos de salir del recinto en el tiempo en que las madres y padres habían delegado su responsabilidad en los adultos que les acompañábamos. Paréntesis cerrado.

Siempre fue así. Desde el primer día. La puerta estaba echada, pero abierta. Cualquiera podría entrar; también abrirla e irse. La condición del lugar y la organización del equipo de adultos era tal que sería muy difícil que alguien no viera quién entra o sale. Esta decisión, que la puerta de entrada y salida no estuviera cerrada bajo llave colaboraba a la idea de que ojo de agua fuera un lugar que potenciaba la autonomía y no demasiado estresante, un lugar al que se asistiera por voluntad propia (¿aprender encerrado?), un lugar al que cada persona pudiera llegar a su propio ritmo, sin estridentes sirenas de entrada, esas reminiscencias del “industrialoceno” que aún es posible escuchar.

La verja estaba echada, pero abierta. ¿Qué mensaje implícito comunicábamos con ello? Confianza. Así es, ese mínimo detalle siempre presente en la verja de entrada hablaba sin palabras todos los días a todas las personas, mayores y menores de edad. El chirriar de la verja parecía decir todos los días en cada ocasión a quien entraba o salía: “Aquí confiamos en ti. No estás encerrado”. Seguramente muchos no pensaban que alguien les hablaba, pero ese sonido estaba cifrado con un código que su inconsciente sabía desentrañar perfectamente. 

Y ese mensaje codificado, junto a muchos otros micromensajes repetidos diariamente y, por tanto, normalizados han contribuido -aunque sea en una pequeña medida, pues somos conscientes de que la mayor influencia de todas está en el núcleo familiar-, estos micromensajes han contribuido a forjar, entre otras cualidades, autonomía, responsabilidad, autoconfianza o seguridad básica.

Al decir previamente que las condiciones lo “permitian”, así en cursiva y entrecomillado, queríamos denotar que más allá de las condiciones objetivas que rodeen un lugar, lo que en realidad permite atender la demanda de los niños, el verdadero factor decisivo, es nuestra propia actitud, nuestra capacidad de escucha, de diálogo y de encontrar soluciones creativas en las que la demanda pueda ser atendida sin que, como en este caso, la seguridad se vea seriamente amenazada.

Nos parecía que si estás en un sitio pequeño es normal que, con el tiempo, desees salir a almorzar o de excursión. Pero, cuando dispones de veinticuatro mil metros cuadrados de territorio para explorar, ¿qué sentido tiene salir? “Es absurdo”, fue nuestro primer pensamiento. Desde un punto de vista práctico, no tiene sentido. Pero atendiendo a otro nivel, comprendimos que la necesidad no era explorar un nuevo sitio, sino llevar a cabo un acto de autonomía y confianza. ¿Cómo respondimos a esa demanda por primera vez? ¿Quiénes podrían salir? ¿Qué condiciones acordamos para garantizar la seguridad de todos, incluidos los adultos, que ante un hipotético percance asumían una responsabilidad tan grande? ¿Los hubo?

Dado que la brevedad es una condición de este tipo de entrada del blog y estas preguntas requieren una explicación detallada, las vamos a desgranar en la próxima entrada. Perdón por el suspense.

Mientras, quizá pueda ser una buena idea reflexionar sobre qué demandas aparentemente absurdas has recibido, quizá recientemente, o no tanto, de niños, niñas o jóvenes. ¿Las has rechazado directamente por absurdas? ¿Has indagado en la necesidad que subyace a ellas? ¿Qué demandas has aceptado y cuáles no? ¿Y con base en qué criterios? ¿Has de aceptar las mismas demandas para distintos niños o niñas, con independencia  de su edad o carácter? Si las has aceptado, ¿fue con condiciones?  Si pusiste condiciones, ¿qué función cumplían? Si las rechazaste, ¿piensas que podrías haberlas aceptado de alguna manera? O si crees que fue adecuado rechazarlas, ¿fue de mutuo acuerdo o simplemente impuesto?

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