Asusta la libertad responsable

No somos absolutamente libres; ni siquiera al nacer, pues ya nuestro linaje, condiciones económicas, lugar geográfico, cultura, etc, … nos vienen dados y nos limitan. La libertad absoluta, por otra parte, no parece deseable con un océano de islotes individuales aislados satisfaciendo desconectadamente sus deseos cada cual por su lado.

Nos da miedo la libertad. Por si nos equivocamos. Con frecuencia preferimos seguir el camino ya marcado. También para los niños. Por el horizonte de incertidumbre que abre, mejor recalar en las aguas tranquilas de la presunta certeza de lo que ya vemos que más o menos “funciona” con todos. Por la responsabilidad que supone, más vale lo malo conocido. O, quizá, ni siquiera nos planteamos que pudiéramos relacionarnos de otra manera.

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Una imagen está fuertemente instalada en la mente social: si dejas a los niños en libertad, el caos y el salvajismo se abrirán paso. Las imágenes de algunos productos de la cultura popular adecuadamente publicitados logran penetrar profundamente en nuestra psique y alcanzan a establecerse como un dogma en el centro de nuestro inconsciente. El ejemplo más paradigmatico es la archiconocida novela de ficción de William Golding “El señor de las moscas”, en la que un grupo de chicos perdidos al enfrentarse a su supervivencia no logran mantener ciertas cualidades básicas de su fundamento humano y se desata la violencia, el egoísmo y la muerte.

Sin embargo, no es tan conocida la historia -ésta sí, real- de seis chicos de entre 13 y 16 años que, en los años setenta, robaron un bote y naufragaron en un islote, Tonga, en mitad del Océano Pacífico en el que sobrevivieron durante dieciséis interminables meses desarrollando, no sin dificultades, estrategias de cooperación, solidaridad, ingenio y creatividad: logrando sobrevivir hasta que fueron rescatados.

No es baladí el hecho de que la historia de Golding sea ficción y la de Tonga, verídica. Quizá tampoco lo sea el marco cultural y experiencial que rodeaba la fértil imaginación Golding y en el que fueron criados los jóvenes de Tonga (que, por cierto, no deben idealizarse, ya que robaron una barca para escapar de la asfixiante atmósfera de la rígida escuela en la que estaban internados).

Es cierto que los niños viven a lo largo de su desarrollo un proceso de maduración en muchos niveles; entre ellos, el neuropsicológico, por lo que aún no disponen de capacidades totalmente desarrolladas.

Un ejemplo es lo que se ha dado en denominar egocentrismo. El bebé recién nacido es egocéntrico, esto es, carece de capacidad empática, le resulta absolutamente imposible satisfacer sus propias necesidades básicas por sí mismo, depende -para su supervivencia- total y absolutamente de otros que tengan la capacidad de satisfacer esas necesidades básicas. Al bebé sólo le importa satisfacer sus necesidades básicas. No le importan las circunstancias que concurran a su alrededor. Y ello porque, en caso contrario, moriría.

Pero junto a ese egocentrismo imprescindible para la supervivencia convive un altruismo también inherente a la cualidad humana, tal como se ha demostrado experimentalmente.

A medida que sus necesidades son satisfechas, el egocentrismo va disminuyendo y el altruismo va creciendo. Ambos, en equilibrio, son necesarios. Y es parte de nuestra responsabilidad como madres y padres conservar y proteger cuidadosamente ese equilibrio, lo que incluye decisiones sobre qué tipo de entorno social más abiertos deseamos ofrecerle, una vez que la demanda de contacto social se amplía más allá de la familia.

Desde la perspectiva de nuestra experiencia, niños y niñas que han tenido la oportunidad sistemática de ser acompañados en la familia y en entornos sociales más amplios por adultos cuya acción consciente les ofrecía -sin imposición, pero con criterio- las oportunidades de saciar sus intereses, resultan en personas que maduran y tratan de lograr los desafíos que eligen, ya sea al trepar a una altura determinada, al resolver un conflicto con una amiga, afrontar un problema de matemáticas o negociar el importe del salario y las condiciones laborales.

Como en todo, el diablo están en los detalles, en la definición de las fronteras entre sus necesidades y las del otro, ya sea la mamá, la acompañante, el compañero o la empresa. Pero es justo el ejercicio conjunto de definir esos límites en una amplísima diversidad de situaciones y en una atmósfera en la que no se respire juicio y poder, sino sólo voluntad de solución funcional, es justo en la repetición de ese proceso en muy diversas situaciones lo que logra la evolución de ese equilibrio inestable entre egoísmo y altruismo.

Sólo hemos de temer la libertad si no estamos dispuestos a aprender y a crecer, buscando también en nosotros mismos ese delicado equilibrio entre egoísmo y altruismo.

Hay ideas que crean imágenes que calan profundamente en la psique humana a base de ser repetidas una y otra vez, incluso si son falsas. Que no es adecuado otorgar libertad responsable a los niños es una de estas ideas. La naturaleza humana sólo puede desarrollar sus cualidades más esencialmente humanas desde la libertad responsable, no desde la dependencia temerosa.

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