Dos de los grandes asuntos necesarios para el desarrollo de una educación que ahonde en la condición humana han sido la libertad y la consciencia.
El énfasis en la libertad aparece tras experimentar el abandono de ciertas pautas culturales de crianza, hasta hace poco de práctica mayoritaria en la sociedad, que no escuchan las necesidades de los bebés. A raíz de ello se puede descubrir que el instinto y el impulso vital tienen una función decisiva en el desarrollo humano, independientemente del carácter o el temperamento de cada individuo: mayor bienestar físico y psíquico, mejor adaptación a las exigencias del entorno cuando éstas son realmente necesarias, mayor colaboración y empatía; en definitiva, mayor madurez.
Cuando llega el tiempo en el que la cultura decreta la escolarización obligatoria con su rígida estructura estandarizante que impone ritmos, necesidades, intereses,… se hace necesario continuar atenuando el poderoso influjo cultural que ello significa en aras de mantener vivo el impulso biológico del desarrollo, que es lo mismo que decir el impulso biológico para aprender, y proporcionar un entorno de socialización alternativo a la escolarización en el que la estandarización sea mínima en favor de la personalización. Eso supone que el ambiente debe contar con un grado de flexibilidad estructural significativa.
La apuesta es en favor de la sabiduría inherente a la naturaleza humana. ¿Qué pasaría si no imponemos una estructura tanto física como de contenidos? ¿Cómo respondería cada niño? La respuesta, hay que decirlo, es que, de forma masiva, a los niños que conocen tal ambiente les agrada, les interesa. Lo que les atrae es no tanto el lugar o la naturaleza, que también, sino más bien la atmósfera de relaciones que se respira. Algo que, posteriormente, muchas chicas, especialmente, aunque también chicos, jóvenes explican diciendo que en ese ambiente “pueden ser ellos mismos”.
Es necesario decir que atenuar el influjo cultural en absoluto significa eliminarlo. En un entorno en libertad, las prácticas culturales también se introducen pues nadie está exento de ellas. Ni siquiera puedes lograrlo cortando todo lazo y vínculo con el exterior (lo que no es el caso): los adultos las llevamos incorporadas de manera inconsciente, sin darnos cuenta y, por otro lado, los contactos sociales (familia amplia, amistades, vecinos,…) exponen a los hijos a ellas permanentemente; por lo que difícilmente existe reclusión en una burbuja aislada.
Sin premeditación sino con atención, va apareciendo un camino que merece la pena explorar: es el desarrollo de la consciencia, tanto hacia el interior, autoconsciencia, como hacia el exterior, las relaciones con el mundo alrededor.
El desarrollo de la consciencia es probablemente el factor educativo de mayor potencia y profundidad para revelar una perspectiva de la vida que ofrezca sentido y propósito, lo que abre la puerta a una percepción de mayor sintonía con el cosmos, del que formamos parte.
¿Cómo lograr el desarrollo de la conciencia en niños y jóvenes sin recurrir al adoctrinamiento ni al proselitismo, sin reprimir la alegría natural de la infancia y la juventud? ¿Cómo plantar la semilla de la consciencia en un momento vital en el que el desarrollo del yo, del ego, es parte del proceso?
En nuestro caso, en algún momento, nos dimos cuenta de que, sin saberlo, ya habíamos comenzado ese proceso. De hecho, pensándolo bien, el enfoque original de cuidar, proteger y alimentar el impulso biológico del ser humano (sin que ello quiera decir “todo vale” o “sin límites”) trae consigo un proceso incipiente de autoconocimiento y de consciencia del otro, incluso cuando el otro no es humano. Ese es el motivo por el que muchos chicos y chicas identifican que en ese ambiente “pueden ser ellos mismos”. Es una exploración llena de sorpresas y complejidades en la no puedes dar nada por supuesto
De hecho, no tener que seguir órdenes, no ser forzado a realizar actividades que no encajan con el estado interno, no someterse a tiempos regimentados o agrupaciones independientes de las relaciones y las afinidades espontáneas, tener la oportunidad de probar a aprender sobre aquello que te conecta o descubrir el compromiso con los demás para llevar a cabo juntos una actividad o un proyecto libremente decidido; lo que todo eso está fomentando, implícitamente, es la escucha interior: discernir lo que quiero y lo que no quiero, incluso ser capaz de forzar de manera consciente mi voluntad, es decir, someter con mi voluntad a mi propio instinto. Algo que la cultura y la escuela pretenden hacer forzadamente y que, sin embargo, es posible de forma natural sin fuerza.
Y, en paralelo, mirar al otro, encontrar las fronteras en las que la relación es mutuamente beneficiosa.
Este proceso es distinto para cada persona y una parte decisiva en la profundidad del camino tiene que ver con la cultura, los valores y las experiencias vividas en cada familia, lo que diferencia el camino de autoconocimiento que cada niño o joven recorrerá y que nosotros -ya padres, ya acompañantes- como cultivadores de la semilla de la consciencia hemos de acompañar exentos de expectativas de logro y resultado, de exigencia y coacción.
Esto es clave, pues la expectativa de logro destruye el propio proceso de profundizar en la consciencia. Esto -renunciar al resultado- supone un mensaje contrapuesto al socialmente dominante y, en la medida en que las familias entienden la importancia de ello, el proceso del hijo evoluciona.
Al establecer relaciones con una cierta expectativa, logro o finalidad (y no otra cosa es la función de la institución escolar) se pierde la libertad. No puedo ser yo si estoy forzado a cumplir una función útil, porque el valor del individuo se desplaza de lo que soy a lo que debo hacer para otros. El deber hacer llegará más tarde. La función de utilidad, siendo imprescindible para vivir en sociedad, surge después del desarrollo del yo. “La libertad es un concepto esencialmente relacional”, dice Byul-Chun Han, “ser libre es realizarse mutuamente”.
En todo caso, acompañar el desarrollo de la consciencia en la infancia es una labor que en pocas ocasiones tiene un fruto que podamos degustar, pues el proceso es interior y, con frecuencia, dilatado en el tiempo. Quizá no veas ni un solo brote en quince años; quizá el proceso florezca cuando ya no estés en contacto con esa persona, ya sea tu hijo, tu alumna o simplemente un niño. Donde quizá más visibles sean los indicios es en la consciencia del otro, pues el proceso de autoconsciencia es íntimo, oculto a la vista.
No es posible planificar una educación que aúne libertad y consciencia, no hay receta ni pasos encadenados. ¿Hay una manera? Seguramente hay muchas. Seguramente pasa por iniciar un proceso propio, en decidir uno mismo explorar el camino de la consciencia, y comenzar a descubrir el espacio interior y llevar a cabo, en paralelo, la acción exterior de recrear un ambiente en el que libertad y consciencia vayan de la mano. Sin esperar resultados, sin expectativas, sin presiones ni coacciones.
Nos preguntamos junto a Khrisnamurti: “¿Es el individuo el fin de la sociedad o es tan solo un títere al que hay que enseñar, explotar, que enviar al matadero de la guerra? (….) Ése es el problema que se nos plantea a la mayoría de nosotros. Ése es el problema del mundo: el de saber si el mundo es mero instrumento de la sociedad, juguete de influencias, que haya de ser moldeado, o bien si la sociedad existe para el individuo. (…) Si la sociedad existe para el individuo, entonces la función de la sociedad no consiste en hacer que él se ajuste a molde alguno, sino en comunicarle el sentido y anhelo de la libertad.”
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