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En nuestra sociedad, la muerte es tabú.
No se habla de ella. Se elude, se evita.
Pero el miedo a la muerte no es el miedo a la muerte.
Es miedo al dolor y al sufrimiento: no tememos tanto morirnos como lo que pueda suceder hasta que morimos.
La imagen más icónica de este terror atávico es “vivir debajo de un puente.”
Ese miedo, el del sufrimiento, nos atenaza a todos. Está grabado a fuego en nuestro inconsciente individual y colectivo. Acompaña todas nuestras acciones y decisiones.
Y, por supuesto, también nos acompaña en la educación.
Pensamos que -como los niños y jóvenes no tienen una visión tan a largo plazo como los adultos- debemos decidir por ellos: por su propio bien.
Para minimizar las posibilidades de que se haga realidad “la pesadilla del puente”, les convencemos de que deben dedicar su tiempo a “aprender” aquello que los adultos consideramos que puede ayudar a reducir ese escenario.
Y ahí se produce la quiebra de la conexión del anhelo interior con la acción exterior. El dogma de la objetividad cumple su propósito: reducir la existencia al absurdo y la vida a algo carente de sentido.
Por otro lado, la educación como «ascensor social” se ha extinguido.
Ahora bien, si el ser humano es un micromundo que refleja el macromundo, entonces tenemos una oportunidad. Pero para ello, tenemos que asumir un alto grado de incertidumbre al permitir que la singularidad de cada individuo emerja.
Todo lo anterior fortalece la hipótesis educativa de que ahondar en el interior y conocerse a sí mismo es un paso previo para desarrollar “lo que realmente somos”.
«Conócete a ti mismo.»
Esta es la meta más ambiciosa que puede albergar cualquier enfoque educativo: arriesgarse a vivir.
“Estar vivos es nuestro mayor miedo. No es el miedo a la muerte; nuestro mayor miedo es arriesgarnos a vivir. Correr el riesgo de estar vivos y de expresar lo que realmente somos.” (Miguel Ruíz)
P.D.: Este texto ha sido creado exclusivamente por seres humanos.