Resurge la luz

Estamos en días celebración.

El punto de inflexión que el solsticio de invierno significaba para las sociedades agrícolas era motivo de alegría: acababa el ciclo invernal -necesario para el descanso y la recuperación de la energía, tanto para humanos como para animales y plantas- y comenzaba el ciclo de siembra, germinación y cosecha. El factor crucial en esta inflexión es el fin de la oscuridad y el inicio de un nuevo periodo de luminosidad al que acompaña el resurgir de la vitalidad, la alegría de la luz.

Ernie

Los cristianos adecuaron la celebración agrícola del solsticio y la equipararon con la celebración del nacimiento del mesías, Jesús de Nazaret. Independientemente de otras interpretaciones, simbólicamente el nacimiento de Jesús representa también, aunque en otro sentido, el resurgir de la luz.

Para los cristianos, feliz navidad. Para los demás, felices fiestas. Da lo mismo. Lo importante es celebrar el reinicio de un nuevo ciclo de luz. Cada vez más importante, mantenernos unidos en la diferencia. Nuestro común denominador es nuestra común humanidad. Eso también es motivo de celebración  (todos los días).

El inicio del ciclo de luz no significa la ausencia de oscuridad, la noche continúa existiendo, pero pierde protagonismo (paulatina y temporalmente, pues volverá con fuerza renovada).

Hay, por tanto, subciclos (por ejemplo, día-noche). Pero también hay superciclos (por ejemplo, nacimiento-muerte). Algunos de ellos, en ambos sentidos, superan nuestra comprensión, ya sea temporal o espacial.

Independientemente de los ciclos, nuestra vida continúa con sus dichas y desdichas, grandes y pequeñas. Y los miedos nos acechan al caminar por la vida intentando mantener nuestra coherencia.

Por eso, hoy querríamos compartir, para celebrar el resurgir de la luz en este ciclo que llamamos anual, una historia que contribuye a iluminar nuestro poder. Creemos que podría ser de utilidad para todos, por el mero hecho de que somos seres (humanos).

———

Un monje, portador de un documento de gran importancia que debía entregar en mano a su destinatario, se dirigía a la ciudad. Para llegar a ella tenía que atravesar un puente, y sobre él se encontraba un samurai experto en el arte del sable que para probar su fuerza y demostrar su valentía había prometido provocar a duelo a los cien primeros hombres que atravesaran el puente. Había matado ya a noventa y nueve. El monje era el número cien.  El samurai le lanzó el desafío y el monje le suplicó que le dejara pasar, puesto que el documento que llevaba era de gran importancia. “Os prometo venir a batirme con vos cuando haya cumplido mi misión”. El samurai aceptó y el monje fue a entregar el documento.

Antes de volver al puente se acercó a ver a su maestro para decirle adiós. “Debo ir a batirme con un gran samurai; es un campeón de sable y yo no he tocado jamás un arma en mi vida. Va a matarme”. “en efecto, le respondió su maestro, vas a morir. No tienes nada a tu favor, no has de temer ya a la muerte. Mas voy a enseñarte la mejor manera de morir: blandirás tu sable por encima de tu cabeza, con los ojos cerrados, y esperarás. Cuando sientas un frío por encima de cráneo, será la muerte. Únicamente en ese momento desplomarás los brazos. Es todo”.

El joven monje saludó a su maestro y se encamino al puente donde le esperaba el samurai. Este le agradeció que fuera un hombre de honor y le rogó que se pusiera en guardia. Comenzó el duelo. El monje, sosteniendo el sable con las dos manos, lo levantó por encima de su cabeza y esperó sin moverse un ápice. Esta actitud sorprendió al samurai, ya que la posición de su adversario no reflejaba confianza ni desconfianza.

Receloso, el samurai avanzó cautelosamente. Impasible, el monje estaba concentrado en la cúspide de su cráneo.

El samurai se dijo: “Con seguridad este hombre es muy fuerte; ha tenido el coraje de regresar para luchar conmigo; no es un simple aficionado”.

El monje, absorto por completo, no prestaba ninguna atención a los movimientos de su adversario. Este comenzó a sentir miedo: “Sin duda alguna, éste es un gran guerrero, solo los maestros del sable toman desde el principio del combate la posicional de atáquenos. Además, cierra los ojos”. El monje esperaba únicamente el momento en que sentiría un escalofrío por encima de su cabeza.

El samurai estaba completamente desamparado, no se atrevía a atacar seguro de ser despedazado al menor gesto. El monje había olvidado al samurai, atento únicamente a aplicar bien los consejos de su maestro, a morir dignamente.

Los gritos del samurai le volvieron a la realidad: “No me matéis, tened piedad de mí. Creía ser maestro en el arte del sable, pero jamás había encontrado un hombre como vos. Os suplico que me aceptéis com discípulo, enseñadme la vía del sable.” (1)

———

En nuestro ciclo vital, la muerte es nuestro mayor temor. En otros subciclos, el fracaso puede serlo. 

Un chico de dieciséis años que se marchó de ojo de agua exclamando: “¡Hasta nunca!”, el pasado siete de septiembre en el último encuentro de despedida con antiguos participantes de ojo de agua, manifestó públicamente que vivir esa experiencia había sido muy valioso en su vida. Aún sorprendidos, uno de nosotros se acercó al final de la jornada mientras caminábamos hacia la foto de grupo y le dijo: “Agradezco mucho tus palabras”. A lo que el chaval contestó: “ojo de agua nos ha ayudado a todos”.

Una parte muy importante de nuestro compromiso personal fue mantener nuestra coherencia interna en el desarrollo de ojo de agua a lo largo de los años. Nos mantuvimos firmes en nuestros radicales (de raíz) principios de aprendizaje autodirigido, incluso tras experimentar seis inspecciones de la administración de educación. Al igual que el monje (salvando las distancias) nos mantuvimos concentrados en hacer lo mejor que sabíamos entregados a nuestra tarea, independientemente de las tormentas y ciclones a nuestro alrededor.

Nuestra mayor satisfacción es haber logrado proporcionar a centenares de chicas y chicos una experiencia vital (y, por tanto, también de aprendizaje y de humanidad) cargada de principios. Pero no de los nuestros, sino cada uno de los suyos. Esos cientos de personas ahora saben que la educación, que la sociedad, que la vida pueden resultar prodigiosas. Ya lo han vivido.

Desde esa experiencia, os invitamos a tomar el sable de vuestros valores, de vuestras más honestas convicciones personales- cada uno los suyos- y mantenerlos firmes, concentrados, con independencia de las circunstancias, de las tormentas, de las amenazas, de los miedos…

La experiencia lo merece, pues te ilumina durante el trayecto.

Feliz Navidad. Felices Fiestas.

(1) Deshimaru, T. (1979), La práctica del zen, Kairós, Barcelona, pp. 34-36

*